
Lo admitamos o no, siempre estamos enseñando algo. Nuestras acciones, palabras y gestos, siempre, siempre transmiten algo a nuestros hijos, y podemos sorprendernos de su capacidad retentiva y de lo agudo de sus juicios. Día a día vamos labrando un legado, una herencia que le traspasaremos a nuestros hijos. Ellos nos ven aún cuando no pensamos que lo hacen y nuestro ejemplo nos sobrevivirá, muchos, muchos años. Podremos seguir haciéndoles bien, o haciéndoles mal, aún después de muertos.
Está comprobado que la mayor influencia sobre la vida de un niño las tienen sus padres. Muy por encima de la escuela, o de los amigos, los padres los marcamos con nuestras acciones.
Todo adulto debe recordar que nuestros niños están más atentos a lo que hacemos que a lo que decimos. Resultan innumerables las cosas que con intención o sin ella, les hemos enseñado cuando creíamos que ellos no nos estaban mirando. El beso que les dimos mientras pensábamos que dormían les hizo sentirse amados y protegidos y aprendieron de nuestro amor por ellos.
Tal vez nos vieron hacer un acto de caridad, o de justicia, o de honestidad al devolver lo que no se había pagado. Con cada acción fuimos depositando en sus mentes y corazones un pequeño bloque de ejemplo que vendría luego a formar el edificio de su carácter.
Recordemos que nuestras acciones enseñan más que nuestras palabras y nuestros hijos conocen muy bien la diferencia. No funciona decirles: “esto que hago no lo puede hacer”; siempre pensar á n si papá y mamá lo hacen, yo también lo puedo hacer. Entonces démosles ejemplos dignos de imitar. Ejemplos que les sirvan para toda su vida. Ejemplos, amigos y amigas, que valen mucho más que el dinero.
Déjeles una buena herencia, su mejor legado, su ejemplo.
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